Aquel día me levanté muy temprano, con las primeras luces de
la mañana, supe que todo sería muy diferente a lo que había sido ayer.
No comprendí que era lo diferente en mí, hasta que llegue al
baño, donde me esperaba mi lavatorio blanco, con ese cepillo que sabía que
debía cambiar hace un mes, un envoltorio de pasta de dientes tan apretado, que
al mirarlo, cualquier extraño lo habría botado en el mismo acto. No me miré al
espejo, porque siempre me ha parecido que esa parte de mí no era yo, sino una
mujer que se parecía solo un poco a mí. Como si hubiese llegado de un largo
viaje de 8 horas, no, en realidad de solo 5 horas. Bien se sabe lo que cuesta
dormirse esas noches de finales de invierno. Con tanta televisión e internet,
que no me llevan a ninguna parte, solo a tener un insomnio gigante. Y me senté
en la tapa del baño, no es que quiera contar todo lo que hice ese día, pero me
parece interesante relatar que estuve en mi “santuario”.
Entonces ahí sentada,
pensando en lo que me vendría en el día, muchas conversaciones sin palabras y
mucho blablá sin sentido. Que me tenía que apurar, que llegaría tarde a clases,
que mi gato me castigaría por aun no darle comida y dios, las largas filas del
metro me esperaban otro día más.
Me levanté, y me quité el pijama que según yo, debía
cambiarlo por algo más atrevido, pero me encanta esa “cosa” que me acomoda
tanto en mi cuerpo que no tiene grandes dimensiones ni es tan delgado, pero que
va, el pijama es el pijama, no es un vestido de fiesta.
Y di la llave del agua caliente, esperé que se llenara de vapor el recinto y
me metí en la ducha. Siempre me gustó el agua hirviendo en mi cuerpo, la
primera mojada, siempre es la que más disfruto, aunque solo dure unos segundos,
donde mi cabello se humedece tan tranquilo y campante. En esto estaba cuando,
siento que mis brazos pesan mucho más de lo que pesan siempre, comencé a
rascarme los brazos, tan fuerte que llegué a llorar, pero no pasaba esa
incomodidad. Sangre, pensé que era sangre, pero no, solo era un líquido rosa y
violeta, y un poco de azul y luego amarillo. De mis poros comenzaron a salir
vapores que se mezclaron con los del líquido transparente. Muy asustada con lo
que le pasaba a mi cuerpo, cerré la llave
del agua caliente y tomé la toalla roja para secarme rápidamente.
Sequé mi reflejo del espejo con papel higiénico, y vi
horrorizada como de mis brazos comenzaban a brotar plumas rojas, azules, amarillas,
anaranjadas, eran tantos los colores que dejé de contarlos cuando ya no pude
notar mis dedos. Me toqué la cara con mis nuevas alas, mis ojos eran los de
siempre, al igual que mi nariz y mi boca. Mi rostro no había sufrido ningún
trastorno, así que respiré tranquila. Salí del cuarto de baño y mi gato
amarillo me esperaba afuera, me observó atento los ojos y sonrió.
Esperen, ¿sonrió? No puede ser, él es un gato común y
silvestre, muy “quiltro” muy de la calle, quizás allí aprendió a hacerlo. No me
quedó más alternativa que ir a servirle un poco de su comida con olor a
pescado. Lo miré con un poco de odio cuando se agachó a saborear su alimento.
Yo que tenía que ir a vestirme, ya moría de hambre. Así que opté por ir a mi
habitación y sacar la ropa que más me serviría para ponérmela encima de las
alas. Pero todo parecía muy apretado, al final de una hora pude hacer “entrar”
un vestido negro a mi pequeño cuerpo, en comparación a las alas multicolor.
Miré el reloj y ya era demasiado tarde para ir a la universidad,
me daba mucha pena llegar dos horas atrasadas y mucha vergüenza de lo que diría
la gente al mirar mis alas nuevas. Me observé en el espejo y me di cuenta que
con aquel vestido negro y mis hermosas alas (ya me estaba acostumbrando a
ellas). Mi cabello era un caos, no tenía nada de creativo, no parecía ave, no
era nada, quizás podría ser un nido, pero yo aún no quería tener hijos. Me fui
a peinar como pude.
Abrí la puerta de mi casa, tenía que dejar entrar el aire,
me sentía ahogada en el perfume de humana que estaba dejando atrás. Mientras mi
gato trataba de atrapar mis pies y mis alas, yo le gritaba improperios. No
quise que tocara mis hermosos brazos, así que lo expulsé por la puerta y pensé
que nunca más lo vería. Le comencé a tener un odio irracional.
No supe que salí de mi casa hasta que cruzaba la calle que
tenía enfrente y sentía que las pocas personas que estaban fuera, me miraban y
decían cosas en voz alta. Poco a poco les dejé de prestar atención, no les
entendía una palabra y eso comenzaba a dolerme en el pecho de humana. Observé la cordillera de los Andes, estaba un
poco nevada, y supe que me gustaría estar en lo alto, aunque me faltaba mucho
para poder volar. Eran las 11 de la
mañana del primero de Septiembre y luego de la lluvia, comenzaba a correr el
raco. El aire cálido me mecía y me llamaba a seguirlo, pero yo aun con los pies
clavados en el sucio cemento, me quedé parada, sintiendo como mis plumas
sufrían una especie de “carne de gallina”. Ya sabes, esa sensación tan extraña,
cuando algo te emociona y se erizan los pelos de la piel, pero en mi caso, eran
las plumas las que se reían.
Anduve deambulando gran parte de las siguientes dos horas
por las calles de mi población, viendo como los perros se asustaban al verme y
ladraban. Los gatos me miraban con odio y con ganas de cazarme y las aves se
avisaban de que algo muy extraño pasaba con una joven de 20 años. Gritaban que
su nombre era Lucía, que no fue a estudiar ese día, que vivía sola con su gato
y que su madre la estaba llamando desesperada al celular.
Si, llegué a entenderles el canto a los pájaros, y me
maravillé de ello, aunque no quise abrir mi boca para contestarles, para
decirles que le avisen a mi madre que estoy bien. Eran las dos de la tarde, mi estómago de
canario pedía alimento. No juzgué mucho y recogí unas migas de galleta de vino
que había en la salida de un jardín infantil. Lo saboree con ganas y sonreí.
Pasaban los minutos y las horas, y mi cuerpo comenzó a
sufrir otra transformación, porque mis piernas se volvieron palos, y tuve miedo
de perder el equilibrio. Así que me senté al lado de un árbol muy grande, y
descansé. Estaba cálido, y el aire era pacífico en aquel lugar. No supe que de
mi parte posterior salían más plumas, solo porque seguía sentada allí. Hasta
que un perro de la calle me dijo que un gato amarillo le había dicho que me
levantara, que según él, podía atacarlo cualquier otro felino. Le agradecí,
porque supuse que era mi gato regalón, al que eché de mi casa con tanto odio. Me
paré y mi cuerpo ya no se levantaba como antes, estaba inclinado y me costaba
estar derecha. Toqué con mis alas atrás y pude notar que tenía cola. Me fui
corriendo al reflejo de un charco que había dejado la lluvia de anoche y vi que
mis plumas de atrás eran de muchos colores y me maravillé de mi hermosura. Aún tenía la estatura de 1,60, y me escondí en
medio de dos autos, tuve terror que las vecinas me miraran y me tomaran
fotografías. No sabía si me reconocerían, aún tenía la cara una joven de 20
años. Y esperé.
Esperé hasta que dieron las 5 de la tarde, y el picor de la
cara me anunciaba que se estaba despidiendo de mí, quise ver como ocurría mi
nueva transformación, así que me miré en la ventaba del auto que tenía al lado
derecho.
Fue lo más impresionante que pude haber presenciado en mi
vida; mis ojos oscuros y ovalados se volvieron mucho más redondos, y con una
gran pupila. Mi nariz y mi boca se unieron en un espectacular cono y el pico
apareció. Mis oídos desaparecieron para ser parte de mi plumaje negro y con
pequeños matices de los colores de mis alas. Como es de esperarse, todo mi
rostro se puso de un color negro y compuesto de pequeñas plumas. Una corazonada
llegó a mí y entendí que en unos minutos más iba a comenzar a empequeñecerme.
Todo fue muy grande, los autos de los costados fueron como
grandes edificios y por primera vez en ese día, supe que nunca más volvería a
ser una persona. Antes pensaba que solo era un sueño. Pero todo era tan real.
Así que mis alas empezaron a moverse lentamente y mi cuerpo
se elevó. Todo parecía más lento que la realidad, el aire era más sucio de lo
que siempre pensé y me apené de ser un ave.
Me fui a un árbol y me topé con mi gato amarillo, sus ojos eran grandes
y aunque él no quiso atacarme, porque sabía quién era yo, su instinto se lo
impedía y me expulsó del árbol. Qué ironía.
Volé rápidamente para encontrarme con más pájaros en otro
árbol, pero este tenía flores y me llamaba a sentarme y oler todo su aroma. Las
demás aves me dieron una bienvenida y me sentí tranquila, les dije que alguien
debía avisarle a mi madre que estaba bien y me contaron que ya le avisaron. Y
que aunque lloró un momento, dijo que me esperaría cada mañana para darme un
poco de alimento. Se me llenaron los
ojos de lágrimas, mi mamá siempre ha sido una persona muy dulce y le
retribuiría con hermosos cantos cada mañana y atardecer.
Me contaron que eso le gustaba mucho a ella, porque ellos lo
hacían cada mañana para despertarla. No
supe que decir, y me fui a “pasear” por mi población.
Y me acerqué a la ventana del joven que siempre había
llamado mi atención, todos decían que era escritor o pintor, nunca lo supe.
Nadie me culparía si lo espiaba un segundo. No me reconocería porque estaba
segura que nunca me había visto en su vida. Ni cuando nos topábamos en la esquina
para comprar pan, ni ningún momento. Me senté fuera de su ventana, su habitación era blanca y celeste. Y comencé
a cantar, no supe porque ni cómo. Solo canté, canté tanto que él me miró, y
sonrió.
Abrió la ventana y acercó su mano, yo, asustada me alejé,
tuve tanto miedo.
Se sentó en su escritorio y comenzó a escribir rápidamente,
eran las 8 de la noche y yo aún ahí parada lo observada atentamente, como su
cabello se movía lentamente con el viento que entraba por su ventana, sus ojos
pasaban por donde recorría un lápiz de tinta negra, sus manos se manchaban con
negro, y su respiración era agitada. De vez en cuando su vista se desviaba a mí
y volvía a su cuaderno.
Eran las 10 de la noche de aquel primero de Septiembre,
faltaban 20 días para la llegada de la
primavera y la temperatura era agradable. El joven de cabello rizado, terminó de escribir mi historia, dejó el lápiz a un
lado y me miró por la ventana. Me dio unas migas de pan y yo volé hacia donde
estaba él, y le canté una canción que me enseñó mi mamá cuando yo cumplía 5
años de edad.
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Volvi al blog, lo tenía super botado y me di cuenta que sirven muchas cosas de las que escribí.
Espero que vuelvan a leerme. Gracias por pasarse.